NUEVAS
VERTIENTES EN LA NARRATIVA COLOMBIANA
Por: Luz Mary Giraldo
Al
revisar la narrativa colombiana de los últimos lustros, se evidencia no sólo
gran profusión de obras y afianzamiento de autores, sino diversidad de caminos
que oscilan entre tendencias de índole convencional, de relación con el pasado
o el presente, de búsqueda o absorción de nuevas formas de narrar o de pactos
con las leyes del consumo. No es pues, un lugar común, decir que nuestra
ficción goza de buena salud. Los derroteros se han alejado de las propuestas
que definieron en la década de los sesenta la llamada “mayoría de edad” y la
internacionalización de las letras latinoamericanas.
Si
a comienzos de la década de los noventa Carlos Fuentes preguntaba con énfasis
en su célebre Geografía de la novela:
“¿Cómo competir con la historia? Cómo inventar personajes más poderosos, más
locos o más imaginativos, que los que han aparecido en nuestra historia?”, años
más tarde el autor colombiano Rodrigo Parra Sandoval afirmaba que “quien tiene
en sus manos una nueva visión del mundo tiene también en ellas la materia prima
para escribir una novela nueva”, mientras también, a fines de la misma década,
de manera desenfadada el joven escritor argentino Gonzalo Garcés se reconocía
parte de aquella generación heredera de ese desastre significativo relacionado
a la disolución de los llamados grandes relatos, pues, decía, “después de las
grandes rabias y los hermosos errores […] los hijos de los hippies” llegaron
tarde a todo: a la primavera democrática, a las fiestas y rituales de
celebración en familia y sociedad y, sobre todo, a la búsqueda de utopías.
Carlos Fuentes, como Gabriel García
Márquez, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa o José Donoso, por
citar solo a algunos, se sitúa en la perspectiva del autor que profetiza el
pasado desde el presente y, partícipe del boom
narrativo latinoamericano, afirma una forma de conocimiento de la realidad
correspondiente a las coordenadas de su tiempo. En el límite de las rupturas
del boom y desde el reconocimiento de
las ciencias sociales en el mundo contemporáneo, Parra Sandoval le apunta al
presente que debe integrarse a las posibilidades del futuro sin desconocer la
tradición, ofreciendo otras posibilidades a la ficción que se abre a nuevas
disciplinas o expresiones, y asumiendo con expectativa el desmoronamiento de
las convicciones, como fuera también el caso de los mexicanos Juan García Ponce
y Sergio Pitol, del argentino Ricardo Piglia, de la brasilera Nélida Piñón, de
los colombianos R. H. Moreno-Durán y Fernando Vallejo, o del español Enrique
Vila-Matas, entre otros. Garcés, como muchos de los narradores de menor
trayectoria, aboga por un presente, el del aquí y el ahora, en el que la
truculencia y los matices del diario vivir se constituyen en perspectiva
temática y formal de sus ficciones.
En
ese terreno desprendido del momento histórico, gran parte de la ficción
narrativa colombiana contextualiza con énfasis, el permanente estado de crisis
social y política del país, quizás en un afán de consignar el derrumbe, de
inquirir por los orígenes de la caída, de exhumar muertos y desaparecidos o de
hacer catarsis a tanto dolor. Sin embargo, esta narrativa luctuosa tiene
correlatos en otras tendencias que desde fines de la década del setenta y según
diversidad de propuestas, confluyen en varias tendencias favorecidas por
escritores de distintas trayectorias, orientan búsquedas y determinan cambios,
transiciones y rupturas. Es así como
confluyen la novela histórica, la que da prelación al lenguaje replegado sobre
sí mismo, la que explora en hechos o circunstancias generadas por las diversas
violencias, la del realismo sucio, la del policial, la intimista, la
autobiográfica y hasta la narrativa hipertextual o digital. Visto desde allí la
travesía es enriquecedora.
En
el entrecruce de las generaciones sobresalen autores cuya postura crítica
ofrece revisión del canon a través de nuevas lecturas de la historia y la
historiografía o de exploraciones en el mundo actual, lo que obliga a
escrituras correspondientes con la compleja vida y cultura de individuos y
ciudades, o a experimentaciones y reflexiones sobre la contemporaneidad, la
globalización y la diversidad de perspectivas. En otros, las relaciones
directas con los conflictos sociales y políticos que han definido nuestras
sociedades en la última centuria, reconocidas por el desplazamiento incesante y
la emigración propiciados por la Guerra de los Mil Días, la Violencia
partidista de medio siglo y el Conflicto Armado, sin desconocer experiencias
paralelas que incitan a la inmigración, ofrecen ficciones que relacionan ese
sentimiento de pérdida, de tener que abandonar lo propio, de estar en otro
lugar y cultura, de sentirse quebrados y obligados a olvidar el pasado para
sobrevivir soportando la sensación de una herida que no cicatriza, como es la
de estar y sentirse en otro lugar, en el ajeno, aquel al que no se logra
pertenecer[1]. Otros
narradores, más replegados sobre sí mismos o más referidos a lo inmediato de
sus experiencias sociales o culturales, consignan el espíritu de su momento,
bien desde relatos que de alguna manera reflejan relaciones con el periodismo o
con diversas manifestaciones expresivas en las que se destacan imágenes
truculentas o ritmos frenéticos determinados por la música, el cine, el video y
otras formas audio visuales.
La
reconocida aceleración del tiempo histórico no da tregua para confirmar el tipo
de cambios sucedidos tal como se concebía anteriormente, cuando en un lapso de
veinte a veinticinco años, según fecha de nacimiento de los autores y de
acuerdo con sus inquietudes temáticas y formales se definían pautas
generacionales. Desde hace un tiempo se registra que cada día se promueven
nuevas voces y tendencias temáticas que, a veces sujetas al vaivén de la moda o
de alguna coyuntura, alcanzan a tener tanta resonancia como transitoriedad.
Muchas de ellas, altamente favorecidas por los medios que siguen la noticia y
la instantánea del presente, corresponden a autores rápidamente consagrados y
muchos de ellos así mismo efímeros, quienes contrastan con otros que se
inscriben en registros literarios diferentes y buscan sus raíces en pasados
canónicos, o con aquellos de mayor trayectoria cuyas visiones o expresiones a
la vez que conocedoras de la tradición la renuevan, revelando un acusado
compromiso con la historia, el pensamiento, la literatura y la cultura. Más que
los temas o las formas, la sensibilidad de cada época se impone para definir
aparentes distancias o cercanías entre unos y otros.
Carlos
Fuentes invita a pensar y construir la literatura desde la historia para crear
un mundo que supere la realidad y sea verosímil. Rodrigo Parra Sandoval desafía
al escritor a “devorar la ciencia del caos” y utilizar su rico lenguaje para
remozar o reemplazar metáforas e imágenes ya gastadas por el uso y emplear
visiones y hallazgos de la ciencia. Gonzalo Garcés mira la generación de sus
padres, la de las revoluciones que se concentraron en las manifestaciones de
mayo del 68 y la primavera de Praga, sobre todo la de los hippies y su
oposición a la guerra de Vietnam, y la responsabiliza del desencanto de la
suya: “Allá por los 80, bailamos nuestros primeros lentos humanistas con We are the world; hoy, con Manu Chao,
compadecemos a los inmigrantes palestinos”. Cada cual se asume, pues, a tono
con su tiempo y a su manera es testigo de éste.
Si
algunas de las preocupaciones narrativas de nuestros autores apuntan al
presente histórico con más énfasis en la truculencia que en la reflexión, y con
más pasión autobiográfica que sugerencia testimonial, el contraste se percibe
en la relación directa de unos autores con las utopías, cuya convicción y
urgencia de cambio denotó en su momento compromiso social, ideológico, cultural
o de pensamiento, y a su manera reveló actitudes mesiánicas que han ido
modificándose, además de búsquedas que en unos escritores se registran en la
experimentación formal y el carácter lúdico de la creación. Sin embargo, es
evidente que de diversa manera unos proyectan desencanto, otros transmiten
actitudes individualistas y desinterés por la tradición, y otros se muestran
dispuestos al éxito comercial, lo que redunda en captación de lo inmediato y
determinada sensación de inestabilidad o desasosiego. Un lector no inocente
–como debiera serlo- debe preguntarse: ¿cuál es la verdadera e importante
propuesta de nuestra ficción narrativa? ¿Tienen razón las editoriales
comerciales al ofrecer obras de consumo general y sacrificar propuestas que
constituyan un reto a la reflexión? ¿Es conveniente aceptar lo que promueven
los medios? ¿Tendrán razón quienes afirman que en nuestra actual literatura
como en el cine, se contribuye a la pereza de pensamiento del lector o del
espectador?
Es
evidente que los autores que acreditan mayor trayectoria o un amplio espíritu
reflexivo, revelan una postura comprometida con la literatura y la historia,
reflejada, además, en la exigencia de su escritura disciplinada y morosa,
interrogativa y escudriñadora, analítica o juguetona, en contraste con la de
aquellos que bajo los parámetros del presente y bajo la presión de sus
editoriales, relacionan su yo creativo con la cultura de la imagen y del éxito,
al asumir lo provisorio como forma de vida, tal como también se concibe en
algunas instalaciones y performances: se trata de recrear la vida como un
montaje efímero. Si bien Italo Calvino anunció en sus Seis propuestas para el próximo milenio las variantes de
visibilidad, multiplicidad, velocidad, levedad y exactitud, como constitutivas
de la narrativa de este presente, es necesario reconocer que ellas albergan su
contrario, es decir: invisibilidad, unidad, lentitud, gravedad y diversidad, lo
que en sí mismo obliga a entender una razón profunda de fondo, bien por
ausencia o por presencia. Sin lugar a dudas, el vértigo del día a día tan
claramente reproducido por los medios de divulgación masiva expresa en las
ficciones de narradores arbitrariamente reconocidos bajo rótulos particulares (McOndo en un momento dado y, más
recientemente Bogotá 39) el vértigo
del presente, aprovechado en esos temas que apelan de manera directa a lectores
dispuestos a lo exacerbado de la truculencia que genera perplejidad. Esta nueva
actitud, fundamentada en la cultura colectiva, aboga por lo reconocido como
“intenso”, para aprovechar la jerga juvenil, posible en las estructuras o
temáticas policiales, negras, sucias y
escatológicas, o en aquellas en las que autobiografismo excede las coordenadas
de lo creativo, es decir, aquello que revela otras formas de la intimidad y
manifiesta sensación de vacío y desasosiego. Si bien es importante saber que
las concepciones de mundo y de literaturas se entrecruzan y que van y vienen
propuestas de diversa índole, es conveniente identificar tensiones entre
quienes asisten a la crisis de las utopías, los que delatan el abanico de las
crisis y los que se detienen en la inmediatez de los conflictos.
La
crisis de las utopías
Cuando
al cerrarse la década del setenta algunos autores latinoamericanos iniciaron el
deslinde del canon y las utopías que cohesionaban a los narradores del boom y anunciaron derrumbamientos y
cuestionamientos, años más tarde fueron interpretados como quienes en el caso
de Colombia, iniciaron un “largo adiós a Macondo”, para posteriormente
replantear la posibilidad de hacer el verdadero el duelo a ese desprendimiento
y aceptar otras posibilidades. Algo similar ocurriría en cada uno de los otros
países latinoamericanos en el sentido de despedir el boom narrativo de los 60 que, como han dicho algunos críticos, dio
origen a los llamados “hijos de Cortázar”, “los hijos díscolos” de Gabriel
García Márquez, Juan Carlos Onetti, José Lezama Lima o Alejo Carpentier. El
balance se concreta en la urgencia de una literatura que se distanciara de lo
rural y del realismo mágico y consolidara visiones críticas de la historia, de
la cultura urbana y de la escritura.
Quienes
buscaron la ruptura de los códigos del boom
prepararon el terreno a los que les siguieron. Éstos no manifiestan mayor conflicto
con ningún autor o pasado considerado ejemplar y, por el contrario, afirmaron
haberlos leído entre los clásicos, y reconocerlos al lado de autores
anglosajones y del cine o la música de sus contemporáneos. Como hemos afirmado,
instalados en el presente se desentienden de la tradición y del provenir. Sus
antecesores buscaron autonomía y quisieron contemporizar con las nuevas
posibilidades del pensamiento y ofrecieron posturas críticas, como en el caso
de quienes durante más de tres o cuatro décadas han sostenido su actitud y sus
búsquedas; tal es el caso de autores como Roberto Burgos Cantor, Germán
Espinosa, R. H. Moreno-Durán, Óscar Collazos, Luís Fayad, destacándose también
algunas autoras que hicieron señalamientos a la sociedad patriarcal y a los modelos
culturales establecidos, como por ejemplo Fanny Buitrago, Alba Lucía Ángel,
Helena Araújo y Marvel Moreno. Es interesante notar que entre los ochenta y la
contemporaneidad algunas autoras apelan al testimonio con visones idílicas y
redentoras (Laura Restrepo), al estilo
autobiográfico e intimista (Piedad Bonnett), al erotismo como forma de
reconocimiento de sí misma (Carmen Cecilia Suárez), a la exploración en la vida íntima y social del
individuo femenino o del personaje histórico (Consuelo Triviño), a la ficción
de tinte negro y estructura convencional (Lina María Pérez), a la travesía
interior relacionada con la experiencia del extranjero y los aprendizajes
infantiles o juveniles (Yolanda Reyes) y a veces al erotismo gratuito, como
sucede con algunas de las participantes del llamado Bogotá 39, que no alcanzó
a ser más que un episodio en la vida literaria de Bogotá como Capital Mundial
del libro entre 2007 y 2008.
La que
pudiera denominarse generación del
deslinde y su paso a la ruptura
aparece cuando reconoce la exigencia de una conciencia de escritura a tono con
el pensamiento o las ideas
contemporáneas. Si bien gran parte de los autores anteriormente
mencionados, interactuando con narradores o ficciones posteriores señalaron
transiciones y afirmaciones de la vida de la ciudad (Fayad se apropia de Bogotá
con sus desplazados e inmigrantes; Collazos aprovecha Buenaventura que como
ciudad puerto abre perspectivas, se dirige a Bogotá y sus desigualdades
sociales y culturales, y luego señala su periplo por otras ciudades europeas
vividas por latinoamericanos, para más recientemente revelar al país en los
efectos sociales de marginalidad y crisis permanente; Burgos en el cambio a la
modernización de Cartagena y el abandono del arraigo, para más actualmente
ofrecer un viaje al pasado colonial y reconstruirlo comparativamente en el
dolor y desgarramiento de la esclavitud y del encierro propiciados de unos
individuos a otros en el Holocausto o en el secuestro; Araújo en la pesadilla
de la burguesía bogotana; Buitrago en la parodia de la clase media; Moreno en la crítica a la sociedad patriarcal
de Barranquilla, Ángel en la puesta en crisis de los símbolos patrios y la
sociedad tradicional). Otros se propusieron indagar en el pasado colonial o
decimonónico para pedirle cuentas a la historia o cotejarla con la herencia o
el choque entre Europa y América (Espinosa); o explorar la intimidad de personajes heroicos de la historia patria
para humanizarlos (Fernando Cruz Kronfly) y más recientemente cuestionar realidades
y personajes latinoamericanos que son presentados de manera fragmentaria o
paródica (Álvaro Miranda), sin descontar los tránsitos culturales de España a
América (Fernando Toledo). Mientras tanto, otros han desestabilizado el
discurso oficial a través de una literatura que sin perder los nexos con la
historia matizó con risa, ironía y erotismo las realidades nacionales a través
de la desmitificación del poder, la cultura y la lengua, lo que hizo que Ángel
Rama identificara a uno de ellos entre los
“contestatarios del poder” (Moreno-Durán), mientras se abría camino la
parodia al país de la alianza entre la Iglesia y el Estado, luego a la
educación y su despotismo ilustrado, luego a la cultura mediática que desconoce
las tradiciones y más recientemente a la que hay que reconstruirle su historia
a tenor de lo efímero (Parra Sandoval)[2].
Avanzada la década de los ochenta el espíritu irreverente hace de las suyas
con la crítica rabiosa y burlesca
ofrecida en la narrativa autobiográfica de Fernando Vallejo, quien asume la diatriba del malpensante que
enfrenta a la comunidad de los “bienpensantes” para desinstalarla. Al demoler las instituciones y sacudir al
lector, Vallejo muestra la decadencia y degradación del país exhibiéndolo como
un grotesco plato de vísceras en una exposición. Y entre esta diatriba se
sostienen Arturo Alape y Alfredo Molano con sus testimonios ficionalizados o
literaturizados, mediante la incertidumbre de los géneros con los cuales se
profetiza el pasado a partir del presente, aprovechando la exhumación para
hacer un llamado de alerta al provenir, entroncándose con el testimonio
literario de El olvido que seremos,
de Héctor Abad Faciolince, en el que ambientado en una situación, personaje y
momento histórico, se logra exorcizar y hacer catarsis frente al dolor personal
y colectivo.
El abanico de
la crisis
El abanico crítico, juguetón y
consciente de la historia y la ciudad se amplía en otras voces, aunque se
evidencia en muchos casos el afán de atrapar el presente. Autores como Héctor Abad Faciolince, por ejemplo, cercano
al periodismo y sin perder los nexos con la ficción y el lenguaje literario
caricaturiza y enjuicia, en paralelo con las propuestas de señalamiento social
ofrecido desde ciudades y personajes en crisis o reconstrucciones de la
violencia en la narrativa de Evelio José Rosero, o en la conciencia de la
degradación y decadencia y el vacío que tanto en cuento como en novela se
recrean en la obra de Pedro Badrán Padauí, o en la diversidad de atmósferas
ofrecidas en la narrativa de Octavio Escobar, en las que los ámbitos de tiempos
evanescentes entran en conflicto con el laberinto de las cavernas de la
contemporaneidad, en contraste con ese sumergirse en los vericuetos de tiempos y lugares lejanos como se revela en
la novela de Orlando Mejía dedicada al poeta Rimbaud y refleja un serio trabajo
investigativo. Con lenguajes tanto cinematográficos como periodísticos u
truculentos, otros narradores aprovechan la escritura autobiográfica, como por
ejemplo Santiago Gamboa, Mario Mendoza o Jorge Franco, reflejan individuos con
los valores hechos trizas, consecuencia
de una sociedad abocada a la caída constante. Entre lo documental y lo
testimonial, esta narrativa suscita un temblor agudo, una desolación profunda,
una sin salida, un estar en el abismo. Lo que contrasta con la escritura morosa
cuyos parámetros conducen al conocimiento del ser expuesto a los límites de sí
mismo, como es el caso de Juan Carlos Botero o al reconocimiento del
pensamiento y la reflexión cuyas raíces están en las tradiciones filosóficas y
de la historia antigua, como en los casos de las sentenciosa ficciones de
Enrique Serrano y más recientemente las ficciones poéticas de Pablo Montoya y
las analíticas y sugestivas Juan Gabriel Vásquez. Así mismo, el contraste va a otras
consecuencias, si se reconoce la intimidad expresada con rapidez narrativa y
escatológica en las novelas de Efraín Medina y en los desdoblamientos de un yo
marginal y melodramático que refleja no sólo experiencias vitales sino
situaciones pesadumbre que expresan un ritmo interior semejante, como lo es el
de la ciudad ofrecida en la ficción de Alonso Sánchez Baute, entre otras. No
deben dejarse por fuera aquellas nuevas
narrativas que cada vez adquieren mayor aceptación: por una parte la testimonial
y, especialmente, la digital, en la que la imaginación va de la mano de la
tecnología para aprovechar tanto los mundos ficticios como la lúdica de los
videojuegos, en la que se destaca Jaime Alejandro Rodríguez. Estas formas
narrativas, no cabe duda, son
relacionadas, interpeladas y aprovechadas en sus posibilidades de narrar en el
papel, como es el caso de las dos últimas novelas de Parra Sandoval,
coincidiendo con estructuras que definen al español Vila-Matas y al ecuatoriano
radicado en Barcelona, Leonardo Valencia.
La inmediatez y
el conflicto
Como
algunos de los narradores mencionados en el apartado anterior, los autores
promovidos por las editoriales para la sociedad de consumo, tienen en general
lecturas y escrituras determinadas por creaciones policíacas, de realismo sucio, de estética
“basura”, del periodismo sensacionalista y de todo aquello que colinda con la
cultura popular. Muchos han aceptado cercanía con las ficciones de Stephen King
y Bukowski, de Sturgeron y Burroughs, de Hammett, Carver y Asimov, entre muchos
otros, así como con variedades del rock
pesado, el rap y otras músicas urbanas,
y aceptan su proximidad con obras cinematográficas que son un duro fresco de la
sensibilidad contemporánea como Amores
perros, Belleza americana, Requiem por un sueño, Blade Runer, Pulp fiction, Asesinos por
naturaleza o Perfecto asesino,
entre muchas otras. Esa actitud frente al presente, que de alguna manera los
filia con Andrés Caicedo y con Rafael Chaparro Madiedo, cada cual en su momento
refiriéndose a su presente en crisis, el primero con dolor y sentimiento de
pérdida y el segundo con certeza de una
disolución que supera fronteras morales, espaciales y geográficas, los
hace partícipes del estar en un mundo global donde las cosas no sólo suceden
vertiginosamente y de manera simultánea, sino no dan tiempo para la toma de
conciencia y la reflexión. Quizá esto contribuya al afán de consignar y de
alguna manera fotografiar o radiografiar su propia noción de estar de paso,
desde unas narrativas del yo.
Quizá
ello explique la autorreferencialidad, pues es frecuente que si alguno está
vinculado con los medios, su vertiginosidad y su carácter visual es aprovechado
en su ficciones agregando, como en el caso de Ricardo Silva, ciertos rasgos
caricaturescos; si es con el carácter del trashumante que se busca a sí mismo,
generalmente produce ficciones de sujeto en crisis, en cuyo desasosiego indaga
por la vocación creativa y apunta con ironía a la época inestable que le ha
correspondido vivir (Antonio Ungar). Además de esas nociones del yo, es
interesante la urgencia de conocimiento de sí mismo a través de ficticios
retratos de familia que llevan a evocar las propuestas de Brice Echenique, por
ejemplo, y permiten otros balances de la realidad y de la sociedad actual, como
puede ser el caso de la primera novela de Juan David Correa.
Nuestra
narrativa da hoy para todo: desde la más seria hasta la más procaz la más
reflexiva hasta la más trivial; la más experimental hasta la más llana. Sin
duda alguna no son las obras más densas las que tienen mayor mercado, pero
pueden ser las que permanecen, y así lo saben sus editores. La coexistencia de
unas y otras ficciones en cuento y en novela hace evidentes las distancias y
las cercanías. Es indudable que los de mayor
trayectoria son, por razones de formación y de época, más próximos a la pregunta sobre los momentos
críticos de la historia, las ideologías
políticas, sociales, culturales, existenciales o lingüísticas, y buscan
explicar el desastre de los relativismos e incongruencias, transmitiendo
sensación de gravedad, mientras otros le apuntan al escepticismo o a la ligereza. Si unos se apoyaron en
Marx y creyeron en el sueño de transformar
el mundo y la noción de literatura con palabras capitales, otros se acercan a
ciertas líricas depresivas y obsesivas. Los que pertenecen a la época de mayo
del 68 y su perfil de rebeldía no se
mueven entre el cinismo y el éxito, ni
responden al “síndrome de Peter Pan” o a los
“montajes efímeros”. Si no hace
cerca de veinte años se afirmaba, siguiendo a
Marx “todo lo sólido se desvanece
en el aire”, la afirmación de hoy no puede ser distinta y mucho menos cuando
muchas de las cosas se sustentan en lo pasajero.
Si la
narrativa latinoamericana del boom
alcanzó la revisión de los estatutos de
la crítica y la historia literaria situándose triunfalmente frente a la cultura mundial, la de los 80 constata la crisis, permite reconocer
diferencias en las búsquedas y
empieza a mostrar y ratificar el acabamiento de la realidad ante sus propias
narices, obligando, como dijo Antonio Skármeta, a acercarse “a la cotidianidad
con la obsesión de un miope”. Sin lugar a dudas, ellos originaron el
escepticismo y el desencanto llevado hoy a sus máximas expresiones. Hoy
confirmamos que los valores de la literatura
analizados por Italo Calvino se cumplen en las expresiones artísticas de
narradores recientes. Sus premisas fueron: aceptar la celeridad y la levedad
con que suceden las cosas y captar la sensación de lo pasajero, aligerar las emociones y asumir sólo aquello
que se es capaz de llevar, buscar la exactitud del lenguaje y admitir que se
pertenece a la cultura y la civilización de las imágenes. Debemos reconocer que
la idea tradicional de arte como valor moral o de Belleza ha cambiado,
fortaleciéndose más el concepto que se desea expresar a través de un lenguaje, unos temas o unas
formas. La nueva sensibilidad confirma que cada día se está más cerca al orden
de las referencias y que cada vez estamos más determinados por los medios que
proyectan con inusitada velocidad la precariedad y la inmediatez de la
existencia.
Parra
Sandoval considera que en Colombia hay dos tendencias polares: “la que plantea
que ante la desintegración de los valores que llega con la modernidad, ante la
invasión del lenguaje standar de los medios, ante la avalancha de lo visual”
busca en el “tesoro literario del pasado” la forma de narrar el presente, o la
que busca narrar de forma mucho más abierta “bebiendo en las múltiples maneras
de hablar del hombre contemporáneo”. El desafío está entre los que trabajan
aprehendiendo nuevos lenguajes y con “una conciencia ilustrada”, revisan el
pasado y sus repercusiones en el presente o en el futuro, y los que se ilustran
la moda agobiando al lector con el ritmo y la velocidad contemporánea. La
escritura del desastre se realiza en una palabra que muestra los desórdenes,
justifica la existencia y da forma a una
vida desganada, vacilante y vacía, y la de la memoria reclama compromiso,
reflexión, análisis y toma de conciencia.
“Quien tiene en sus manos una nueva visión del mundo tiene también en
sus manos la materia prima para escribir
una novela nueva”, dice Parra Sandoval. ¿Cómo competir con la historia?, dice
otro Fuentes. ¿Qué hacer con el vacío? Refuta Garcés.
[1] El tema, por demás interesante, después de mucho tiempo resulta acorde
con el debate mundial sobre los exiliados y sujetos migrantes del mundo
contemporáneo. Sobre esto véase: Luz Mary Giraldo (2008). En otro lugar. Migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana
contemporánea. Bogotá: Editorial Universidad Javeriana.
[2] Es de tener en
cuenta que la presencia de estos narradores coincide con los que en poesía
integraron la llamada Generación sin
nombre, a la que con el paso del tiempo se adicionan autores, por
considerar tanto la apertura de sus propuestas como las coincidencias
generacionales (José Luís Díaz Granados, Henry Luque Muñoz, Augusto Pinilla,
Álvaro Miranda, Juan Gustavo Cobo Borda, Darío Jaramillo Agudelo, María
Mercedes Carranza, Elkin Restrepo…).
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